Los continuos procesos de erosión, transporte y sedimentación que se producen en los cursos de agua hacen del medio ribereño un ambiente en continua evolución. Si añadimos a esto la modificación de los sotos por parte del hombre, se entiende la necesidad de entender estos sistemas desde un punto de vista altamente dinámico e integrador.
La degradación leve de una etapa climácica arbórea llevaría a la pérdida de diversidad del bosque original y a la apertura de claros, que serían inmediatamente invadidos por sauces y arbustos heliófilos de la orla espinosa, perdiéndose, por tanto, la estructura vertical primitiva.
Una alteración mayor desembocaría en la invasión de un matorral espinoso. Su eliminación (por quemas sucesivas y posterior pastoreo) daría paso a los pastos, que en una etapa terminal tendrían una composición florística marcadamente nitrófila.
La recuperación natural de la vegetación climácica es posible desde cualquiera de las etapas seriales. Sin embargo, sólo desde las preforestales (etapas arbustivas) es un proceso relativamente rápido. Salvo en situaciones de absoluta destrucción de la vegetación riparia, el propio río y los animales que cubren sus necesidades en él o en su entorno aportan los propágulos (semillas, ramas,…), a partir de los que podría recuperarse.
La regeneración natural de estos ecosistemas, ricos en nutrientes y agua, es relativamente rápida, al menos hasta alcanzar un estado que fisonómicamente parece maduro (aunque con abundantes espinosas y táxones nitrófilos).
La formación de una masa leñosa arbustiva continua es, por lo común, mucho más efectiva en las orillas y vegas que en las laderas. A pesar del buen aspecto que pueden tener estas etapas forestales iniciales, la situación es incompleta desde el punto de vista florístico, ya que las especies más sensibles a la alteración del hábitat tardan más en reocupar las riberas. La recuperación completa del ecosistema ripario es, como corresponde a un bosque maduro y complejo, lenta.